Un grupo de gauchos, seguidores de un curandero que se hacía
llamar Tata Dios, protagonizaron una masacre en 1871. Degollaron a 36 vecinos,
en su mayor parte extranjeros.
El 31 de diciembre de 1871, los argentinos, más que esperar
el nuevo año, rogaban porque terminara de una vez el que había sido
completamente adverso. Con el último segundo del 71 llegaba el deseo de la
ansiada extinción de la epidemia de fiebre amarilla que había castigado a los
porteños. Esta enfermedad había aparecido a comienzos de ese año en Paraguay y
se expandió hacia el sur hasta llegar a los barrios capitalinos de San Telmo y
Belgrano. En un solo día mató a 980 personas. Buenos Aires se había convertido
en un enorme cementerio.
Cuando las agujas marcaron la hora cero del primer día de
1872, hubo suspiros de alivio en todo Buenos Aires. Los tandilenses festejaban
la llegada del Año Nuevo, sin imaginar lo que les esperaba. El pueblo enclavado
entre las sierras se había convertido en la cuna de un gran número de inmigrantes:
alemanes, norteamericanos, galeses, italianos, portugueses, brasileños y
franceses habían elegido el pujante caserío para afincarse. Los recién llegados
habían generado el enojo de algunos criollos que los acusaban de quitarles la
felicidad y el trabajo.Esa madrugada, montado en su caballo zaino, el curandero
Gerónimo Solané, conocido como Tata Dios, le prometió a unos 30 seguidores la
gloria eterna. Fue entonces cuando quienes se consideraban sus apóstoles se
lanzaron al galope hacia el centro de Tandil, al grito de “¡Viva la religión,
mueran los gringos y masones!”. El objetivo de Solané era inundar las tierras
con la sangre de la mayor cantidad de extranjeros posible, para así recuperar
la “felicidad”.
Cerca de las cuatro, un grupo de hombres tomó por asalto el
juzgado y robó los sables de los guardias que dormían. Minutos más tarde, se
juntaron con el resto e iniciaron su misión. Los cascos de una treintena de
caballos resonaron por las calles. El sonido del galope llevaba consigo la
marca de la tragedia. Un joven inmigrante italiano, que arrastraba su carro de
organillero, fue el primero en sentir el frío filo de un sable en el cuello.
Prácticamente lo decapitaron. En el suelo quedó desangrándose la primera de las
36 víctimas del grupo de gauchos.
No hacía mucho tiempo que Solané vivía en Tandil, tras haber
cumplido una condena en la ciudad de Azul por ejercicio ilegal de la medicina.
Fue el estanciero Ramón Gómez quien lo conchabó para que curara las cefaleas de
su esposa. El curandero, un hombre cincuentón, alto, canoso, de barba blanca y
larga, y mirada intimidadora, se ganó la confianza del patrón e instaló un
“consultorio médico” en el puesto La Rufina de la estancia La Argentina. Desde
allí reclutó a un grupo de paisanos que se convirtieron en sus cómplices: los
apóstoles de Tata Dios.
Jacinto Pérez fue desde el vamos la mano derecha del
curandero. Para sus seguidores, Tata era la reencarnación de Dios y Pérez, la
de San Francisco. Juntos se encargaban de las curaciones y los fines de semana –a
la tarde– reunían a decenas de seguidores en las afueras de Tandil, en una zona
conocida como “los campos de Peñalba”, y allí adoctrinaban a sus súbditos bajo
la consigna “eliminar a los extranjeros para salvar a Dios y a la Religión”.
Tras matar al organillero italiano, el malón de gauchos
continuó con el sangriento raid. A 20 cuadras de donde hoy está la plaza Martín
Rodríguez, que en ese entonces era conocida como Plaza de las Carretas,
masacraron a nueve vascos. Más adelante, la banda tomó por asalto el almacén y
la casa de otro vasco, Juan Chapar, quien fue asesinado junto a toda su
familia, a los empleados y a los pasajeros de origen extranjero que se
encontraban en el lugar. Dieciocho muertos fue el saldo de la incursión gaucha.
El piso del lugar parecía un lago de sangre en el que yacían los cuerpos de las
víctimas, entre ellos el de una niña de cinco años y un bebé de sólo meses, con
sus gargantas degolladas. Tras cada crimen, los asesinos se arengaban: “Viva la
Patria”, “Viva la religión”, “Mueran los masones” y “Maten, siendo gringos y
vascos”.
A las pocas horas, un grupo de policías, apoyado por
vecinos, apresó a los asesinos y comenzó un intento de justicia por mano
propia. Varios delincuentes murieron –Jacinto Pérez entre ellos– y otros
lograron escapar. Sólo fueron apresados 20 y extrañamente la mayoría no se
conocía entre sí. Alegaban que actuaban bajo las órdenes del Tata Dios. Fueron
encarcelados en la comisaría local, donde Tata Dios ya estaba encerrado, ya que
había sido arrestado horas antes en la estancia La Argentina. “Yo no tengo nada
que ver”, insistía el curandero ante los policías.
El plan de exterminio que no llegó a completarse era mucho
más amplio. Planeaban asesinar a inmigrantes en Azul, Tapalqué, Rauch, Bolívar,
Zárate y otras localidades donde existían grupos de paisanos ligados al
movimiento creado por Tata Dios, cuyas prédicas contra los extranjeros y
masones –a los que calificaba como enemigos de Dios– habían calado muy hondo.
Las declaraciones judiciales de los detenidos permitieron
reconstruir parte de la historia. Los últimos días de diciembre de 1871, Pérez
reunió, en nombre de Tata Dios, a varias decenas de paisanos criollos en las
sierras cercanas a la ciudad. Allí les expuso las teorías del curandero:
“muchachos –les había dicho Pérez a los seguidores, al pie de la Piedra
Movediza– llegó el día del Juicio Final y un diluvio acabará hundiendo a
Tandil. Nacerá un nuevo pueblo lleno de felicidad y sólo para argentinos”. Y
allí le prometió a quienes participaran de la cruzada que sus almas y las de
sus familias serían salvadas y vivirían por siempre en un nuevo reino de
justicia y paz. Sólo tenían que deshacerse de todos los “gringos y masones
culpables de la desgracias de los criollos”.
El pueblo esperaba el juicio del loco que había organizado
la matanza, pero algo falló. La madrugada del 6 de enero de 1872, Tata Dios fue
asesinado por varios disparos de armas de fuego efectuados desde una pequeña
ventana de la celda donde estaba alojado. Algunos tandilenses insinuaron que su
muerte fue ordenada por los mismos estancieros que en su momento lo habían
encubierto para organizar la masacre. El resto de los detenidos fue enjuiciado
y la mayor condena recayó sobre Cruz Gutiérrez, Juan Villalba y Esteban Lazarte,
quienes fueron condenados a muerte y ejecutados el 13 de septiembre. Villalba
no llegó a su ejecución porque, extrañamente, falleció en la prisión.
Hoy, en el Museo Histórico del Fuerte de Tandil aún
conservan la frazada agujereada del Tata con nueve balazos y el expediente del
juicio. Para los tandilenses, es una historia de la que mucho no se habla. Los
más viejos aún se persignan cuando la recuerdan.
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