domingo, 27 de mayo de 2012

LA MATANZA DE TANDÍL

Un grupo de gauchos, seguidores de un curandero que se hacía llamar Tata Dios, protagonizaron una masacre en 1871. Degollaron a 36 vecinos, en su mayor parte extranjeros.
  

La historia que vamos a relatar, aunque usted no lo crea, no fue sacada ni inspirada en ninguna película ni libro de terror: es algo que ocurrió en la ciudad de Tandil, entonces apenas un pueblito de la provincia de Buenos Aires, a fines del siglo XIX. Sus cinco mil pobladores tenían pocos motivos para sentirse orgullosos, apenas podían jactarse de la famosa Piedra Movediza, que se caería 40 años más tarde de la jornada más trágica y sangrienta de la historia del pueblo. Sus habitantes vivieron 24 horas de espanto y terror. Fueron testigos de la mayor matanza xenófoba ocurrida en el sur bonaerense, a la que los lugareñosde la región llamaron “La masacre de Tata Dios”. Después de decir esas palabras se hacían la señal de la cruz y guardaban un respetuoso silencio.

El 31 de diciembre de 1871, los argentinos, más que esperar el nuevo año, rogaban porque terminara de una vez el que había sido completamente adverso. Con el último segundo del 71 llegaba el deseo de la ansiada extinción de la epidemia de fiebre amarilla que había castigado a los porteños. Esta enfermedad había aparecido a comienzos de ese año en Paraguay y se expandió hacia el sur hasta llegar a los barrios capitalinos de San Telmo y Belgrano. En un solo día mató a 980 personas. Buenos Aires se había convertido en un enorme cementerio.

Cuando las agujas marcaron la hora cero del primer día de 1872, hubo suspiros de alivio en todo Buenos Aires. Los tandilenses festejaban la llegada del Año Nuevo, sin imaginar lo que les esperaba. El pueblo enclavado entre las sierras se había convertido en la cuna de un gran número de inmigrantes: alemanes, norteamericanos, galeses, italianos, portugueses, brasileños y franceses habían elegido el pujante caserío para afincarse. Los recién llegados habían generado el enojo de algunos criollos que los acusaban de quitarles la felicidad y el trabajo.Esa madrugada, montado en su caballo zaino, el curandero Gerónimo Solané, conocido como Tata Dios, le prometió a unos 30 seguidores la gloria eterna. Fue entonces cuando quienes se consideraban sus apóstoles se lanzaron al galope hacia el centro de Tandil, al grito de “¡Viva la religión, mueran los gringos y masones!”. El objetivo de Solané era inundar las tierras con la sangre de la mayor cantidad de extranjeros posible, para así recuperar la “felicidad”.

Cerca de las cuatro, un grupo de hombres tomó por asalto el juzgado y robó los sables de los guardias que dormían. Minutos más tarde, se juntaron con el resto e iniciaron su misión. Los cascos de una treintena de caballos resonaron por las calles. El sonido del galope llevaba consigo la marca de la tragedia. Un joven inmigrante italiano, que arrastraba su carro de organillero, fue el primero en sentir el frío filo de un sable en el cuello. Prácticamente lo decapitaron. En el suelo quedó desangrándose la primera de las 36 víctimas del grupo de gauchos.

No hacía mucho tiempo que Solané vivía en Tandil, tras haber cumplido una condena en la ciudad de Azul por ejercicio ilegal de la medicina. Fue el estanciero Ramón Gómez quien lo conchabó para que curara las cefaleas de su esposa. El curandero, un hombre cincuentón, alto, canoso, de barba blanca y larga, y mirada intimidadora, se ganó la confianza del patrón e instaló un “consultorio médico” en el puesto La Rufina de la estancia La Argentina. Desde allí reclutó a un grupo de paisanos que se convirtieron en sus cómplices: los apóstoles de Tata Dios.

Jacinto Pérez fue desde el vamos la mano derecha del curandero. Para sus seguidores, Tata era la reencarnación de Dios y Pérez, la de San Francisco. Juntos se encargaban de las curaciones y los fines de semana –a la tarde– reunían a decenas de seguidores en las afueras de Tandil, en una zona conocida como “los campos de Peñalba”, y allí adoctrinaban a sus súbditos bajo la consigna “eliminar a los extranjeros para salvar a Dios y a la Religión”.

Tras matar al organillero italiano, el malón de gauchos continuó con el sangriento raid. A 20 cuadras de donde hoy está la plaza Martín Rodríguez, que en ese entonces era conocida como Plaza de las Carretas, masacraron a nueve vascos. Más adelante, la banda tomó por asalto el almacén y la casa de otro vasco, Juan Chapar, quien fue asesinado junto a toda su familia, a los empleados y a los pasajeros de origen extranjero que se encontraban en el lugar. Dieciocho muertos fue el saldo de la incursión gaucha. El piso del lugar parecía un lago de sangre en el que yacían los cuerpos de las víctimas, entre ellos el de una niña de cinco años y un bebé de sólo meses, con sus gargantas degolladas. Tras cada crimen, los asesinos se arengaban: “Viva la Patria”, “Viva la religión”, “Mueran los masones” y “Maten, siendo gringos y vascos”.

A las pocas horas, un grupo de policías, apoyado por vecinos, apresó a los asesinos y comenzó un intento de justicia por mano propia. Varios delincuentes murieron –Jacinto Pérez entre ellos– y otros lograron escapar. Sólo fueron apresados 20 y extrañamente la mayoría no se conocía entre sí. Alegaban que actuaban bajo las órdenes del Tata Dios. Fueron encarcelados en la comisaría local, donde Tata Dios ya estaba encerrado, ya que había sido arrestado horas antes en la estancia La Argentina. “Yo no tengo nada que ver”, insistía el curandero ante los policías.

El plan de exterminio que no llegó a completarse era mucho más amplio. Planeaban asesinar a inmigrantes en Azul, Tapalqué, Rauch, Bolívar, Zárate y otras localidades donde existían grupos de paisanos ligados al movimiento creado por Tata Dios, cuyas prédicas contra los extranjeros y masones –a los que calificaba como enemigos de Dios– habían calado muy hondo.

Las declaraciones judiciales de los detenidos permitieron reconstruir parte de la historia. Los últimos días de diciembre de 1871, Pérez reunió, en nombre de Tata Dios, a varias decenas de paisanos criollos en las sierras cercanas a la ciudad. Allí les expuso las teorías del curandero: “muchachos –les había dicho Pérez a los seguidores, al pie de la Piedra Movediza– llegó el día del Juicio Final y un diluvio acabará hundiendo a Tandil. Nacerá un nuevo pueblo lleno de felicidad y sólo para argentinos”. Y allí le prometió a quienes participaran de la cruzada que sus almas y las de sus familias serían salvadas y vivirían por siempre en un nuevo reino de justicia y paz. Sólo tenían que deshacerse de todos los “gringos y masones culpables de la desgracias de los criollos”.

El pueblo esperaba el juicio del loco que había organizado la matanza, pero algo falló. La madrugada del 6 de enero de 1872, Tata Dios fue asesinado por varios disparos de armas de fuego efectuados desde una pequeña ventana de la celda donde estaba alojado. Algunos tandilenses insinuaron que su muerte fue ordenada por los mismos estancieros que en su momento lo habían encubierto para organizar la masacre. El resto de los detenidos fue enjuiciado y la mayor condena recayó sobre Cruz Gutiérrez, Juan Villalba y Esteban Lazarte, quienes fueron condenados a muerte y ejecutados el 13 de septiembre. Villalba no llegó a su ejecución porque, extrañamente, falleció en la prisión.

Hoy, en el Museo Histórico del Fuerte de Tandil aún conservan la frazada agujereada del Tata con nueve balazos y el expediente del juicio. Para los tandilenses, es una historia de la que mucho no se habla. Los más viejos aún se persignan cuando la recuerdan.

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