domingo, 27 de mayo de 2012

UN AMOR HECHO PEDAZOS


La historia del patovica que descuartizó a su bella novia porque creía que lo engañaba con un policía. Un crimen macabro que conmocionó en 2003 al barrio porteño de Balvanera. ¿La obra de un psicópata o de un desesperado?


La mañana del jueves 18 de septiembre de 2003, mientras el sol comenzaba a hacer notar la inminente llegada de la primavera y los diarios daban la noticia de la recuperación económica del país, en el barrio porteño de Balvanera, a metros del Shopping Abasto, un joven uruguayo era interceptado por dos policías en la puerta del edificio en el que vivía con su novia cuando se disponía a salir con tres enormes bolsas negras. Lo que los uniformados jamás imaginaron era que ese muchacho que se mostraba tranquilo había cometido un macabro asesinato. Adentro, los esperaba lo más parecido a una escena digna de la obra siniestra de Jack el Destripador.

El día anterior, el patovica y fisicoculturista charrúa Jorge Luis Camejo Izquierdo, de 31 años, despidió a su novia, Vanesa Navia, de 24, quien fue hacia su trabajo. La bella profesora de educación física e instrumentista quirúrgica del Hospital de Clínicas pasó el día entre pacientes y médicos. Al caer el sol regresó a su hogar, sin imaginar (nadie puede imaginar que en pocos minutos va a morir trágicamente) que ése sería su último día con vida.

Vanesa entró en el edificio, situado en Ecuador 768, en donde convivía con su pareja hacía tres años. Subió por el ascensor y al llegar al séptimo piso caminó lentamente hasta el departamento 22. Sacó la llave, abrió la puerta y entró para nunca más salir. Luego de darse una ducha, Vanesa, envuelta en su bata de baño, comenzó a discutir con su novio.

Los vecinos estaban acostumbrados a soportar los gritos y reproches de la pareja, que crecían día a día. Más de una vez tuvieron que intervenir los policías de la comisaría 27ª tras los llamados de reclamo. “El muchacho (Camejo) era muy celoso. Las peleas en la pareja se habían incrementado porque la chica mantenía una relación en secreto con un cabo de la Policía Federal que hacía horas extras en el nosocomio en el que ella trabajaba”, según consta en la causa judicial.

Esa noche, nadie escuchó nada. Unos minutos de reproches alcanzaron para iniciar la pelea. El patovica tapó los gritos de la joven presionándole la boca con su mano izquierda, mientras que con la otra intentaba detener los golpes que ella lanzaba para sacárselo de encima. En su afán, él tiró con fuerza del cordón de la bata de baño de Vanesa. Ella luchó, pero el oxígeno dejó de llegar a sus pulmones y se desvaneció. Por algunos segundos, el silencio se apoderó de la habitación. Luego, llegó el desahogo. “¡Mirá lo que me hiciste hacer!”, le reprochó, entre lágrimas, el asesino a la víctima. “Intenté reanimarla pero no pude. No podía parar de llorar”, declaró Camejo ante la jueza Alicia Iermini. Minutos habían pasado de las 20 cuando Vanesa encontró la muerte. Hasta entonces, su cuerpo era una sola pieza. Poco tiempo pasó para que el asesino recuperara la calma. Tomó el cuerpo sin vida de su novia, lo arrastró hasta la bañera y le quitó la bata. Luego  limpió y ordenó metódicamente toda la pieza. Como si no hubiese pasado nada.

En un departamento de Villa del Parque, comenzó a sonar al teléfono. Lucas Coria (29), amigo de Camejo, atendió. Del otro lado de la línea se escuchó la voz de su amigo. “Necesito que vengas, se me fue la mano con Vanesa”, le contó el asesino con la voz entrecortada. Coria intentó calmarlo. Le preguntó qué había pasado, pero no tuvo respuesta. Cortó y fue de inmediato hacia la casa del uruguayo.

Eran las 23.30 cuando Coria llegó al departamento. Camejo lo recibió nervioso e inquieto. “¿Qué pasó?”, preguntó. Sin mediar palabras, el matador lo llevó hasta el baño. “Me descompuse, no podía creer lo que mis ojos estaban viendo”, declaró Coria. En la bañera yacía Vanesa, desnuda y seccionada en tres partes. La sangre inundaba de muerte las cañerías del edificio del barrio de Balvanera. Afuera, el mundo seguía su curso.

Luego de meter el cuerpo en la bañera, Camejo tomó una tijera y un bisturí del maletín de trabajo de Vanesa y trozó a su víctima en tres: caderas, torso y cabeza. Y la dejó en la bañera para que se desangrara por completo. Le ordenó a Coria que lo esperara y se fue a la farmacia a comprar amoníaco y bolsas de consorcio. Coria aprovechó para escapar del lugar.

El amigo del asesino llegó a la casa de sus padres y les contó todo. Casi sin mediar palabras, fueron a la comisaría 27ª a hacer la denuncia. La jueza envió a una comisión policial para que detuviera al homicida. Mientras tanto, en su departamento, el destripador charrúa iniciaba su obra macabra.

Con la precisión de un experto matarife, seccionó el cuerpo en 12 partes. Separó cada extremidad por la unión, cortando los cartílagos para poder separarlas y sin quebrar un solo hueso. Luego lavó cada parte para quitar todo rastro de sangre y las envolvió en pedazos de sábanas empapadas en amoníaco para tapar el mal olor. Así guardó en bolsas de consorcio el rompecabezas en el que había convertido a su novia: pensaba tirarlas al río.

“La perfección de los cortes y la limpieza de la habitación demuestran que el asesino trabajó toda la noche con mucha paciencia”, dictaminaron los peritos.

El reloj marcaba poco más de las 7, del jueves 18, cuando Camejo emprendió la salida del edificio. Con él, llevaba las bolsas en las que transportaba los pedazos del cuerpo de Vanesa. En la puerta fue interceptado por los dos policías que había enviado la jueza. Con la excusa de buscar su documento, el asesino subió, dejó las bolsas y volvió a bajar. Los policías, dudosos de la actitud del patovica, decidieron retenerlo hasta que llegó la orden de allanamiento. En el departamento, todo estaba ordenado y limpio, como si nadie hubiera pasado la noche allí. Los uniformados fijaron la vista en las bolsas que Camejo había dejado en medio del living y decidieron abrirlas. Una mezcla de sorpresa, asco e indignación se llevaron los policías al descubrir que adentro de las bolsas se encontraban las doce piezas que formaban el cuerpo de Vanesa. Junto a la cabeza, el asesino había puesto el documento y el teléfono celular de la víctima.

El muchacho musculoso fue detenido y trasladado a la unidad 20 del Hospital Borda, donde permaneció hasta que fue condenado a 11 años de prisión por homicidio simple. La pena fue menos grave que la esperada porque, para la Justicia argentina, el descuartizamiento no es agravante porque se comete cuando la víctima está sin vida.

El fallo fue apelado pero en diciembre de 2008 se ratificó en última instancia. El joven, conocido como “el descuartizador de Balvanera”, pasa sus días en el penal de Ezeiza a la espera de cumplir su condena para volver a las calles en un par de años. Mientras tanto, el departamento 22 del séptimo piso del edificio de Ecuador al 700 guardará el trágico recuerdo de aquella noche en la que un patovica se convirtió en la versión criolla de Jack el Destripador.


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