La historia del patovica que descuartizó a su bella novia
porque creía que lo engañaba con un policía. Un crimen macabro que conmocionó
en 2003 al barrio porteño de Balvanera. ¿La obra de un psicópata o de un
desesperado?
La mañana del jueves 18 de septiembre de 2003, mientras el
sol comenzaba a hacer notar la inminente llegada de la primavera y los diarios
daban la noticia de la recuperación económica del país, en el barrio porteño de
Balvanera, a metros del Shopping Abasto, un joven uruguayo era interceptado por
dos policías en la puerta del edificio en el que vivía con su novia cuando se
disponía a salir con tres enormes bolsas negras. Lo que los uniformados jamás
imaginaron era que ese muchacho que se mostraba tranquilo había cometido un
macabro asesinato. Adentro, los esperaba lo más parecido a una escena digna de
la obra siniestra de Jack el Destripador.
El día anterior, el patovica y fisicoculturista charrúa
Jorge Luis Camejo Izquierdo, de 31 años, despidió a su novia, Vanesa Navia, de
24, quien fue hacia su trabajo. La bella profesora de educación física e
instrumentista quirúrgica del Hospital de Clínicas pasó el día entre pacientes
y médicos. Al caer el sol regresó a su hogar, sin imaginar (nadie puede
imaginar que en pocos minutos va a morir trágicamente) que ése sería su último
día con vida.
Vanesa entró en el edificio, situado en Ecuador 768, en
donde convivía con su pareja hacía tres años. Subió por el ascensor y al llegar
al séptimo piso caminó lentamente hasta el departamento 22. Sacó la llave,
abrió la puerta y entró para nunca más salir. Luego de darse una ducha, Vanesa,
envuelta en su bata de baño, comenzó a discutir con su novio.
Los vecinos estaban acostumbrados a soportar los gritos y
reproches de la pareja, que crecían día a día. Más de una vez tuvieron que
intervenir los policías de la comisaría 27ª tras los llamados de reclamo. “El
muchacho (Camejo) era muy celoso. Las peleas en la pareja se habían
incrementado porque la chica mantenía una relación en secreto con un cabo de la
Policía Federal que hacía horas extras en el nosocomio en el que ella
trabajaba”, según consta en la causa judicial.
Esa noche, nadie escuchó nada. Unos minutos de reproches
alcanzaron para iniciar la pelea. El patovica tapó los gritos de la joven
presionándole la boca con su mano izquierda, mientras que con la otra intentaba
detener los golpes que ella lanzaba para sacárselo de encima. En su afán, él tiró
con fuerza del cordón de la bata de baño de Vanesa. Ella luchó, pero el oxígeno
dejó de llegar a sus pulmones y se desvaneció. Por algunos segundos, el
silencio se apoderó de la habitación. Luego, llegó el desahogo. “¡Mirá lo que
me hiciste hacer!”, le reprochó, entre lágrimas, el asesino a la víctima.
“Intenté reanimarla pero no pude. No podía parar de llorar”, declaró Camejo
ante la jueza Alicia Iermini. Minutos habían pasado de las 20 cuando Vanesa
encontró la muerte. Hasta entonces, su cuerpo era una sola pieza. Poco tiempo
pasó para que el asesino recuperara la calma. Tomó el cuerpo sin vida de su
novia, lo arrastró hasta la bañera y le quitó la bata. Luego limpió y ordenó metódicamente toda la pieza.
Como si no hubiese pasado nada.
En un departamento de Villa del Parque, comenzó a sonar al
teléfono. Lucas Coria (29), amigo de Camejo, atendió. Del otro lado de la línea
se escuchó la voz de su amigo. “Necesito que vengas, se me fue la mano con
Vanesa”, le contó el asesino con la voz entrecortada. Coria intentó calmarlo.
Le preguntó qué había pasado, pero no tuvo respuesta. Cortó y fue de inmediato
hacia la casa del uruguayo.
Eran las 23.30 cuando Coria llegó al departamento. Camejo lo
recibió nervioso e inquieto. “¿Qué pasó?”, preguntó. Sin mediar palabras, el
matador lo llevó hasta el baño. “Me descompuse, no podía creer lo que mis ojos
estaban viendo”, declaró Coria. En la bañera yacía Vanesa, desnuda y seccionada
en tres partes. La sangre inundaba de muerte las cañerías del edificio del
barrio de Balvanera. Afuera, el mundo seguía su curso.
Luego de meter el cuerpo en la bañera, Camejo tomó una
tijera y un bisturí del maletín de trabajo de Vanesa y trozó a su víctima en
tres: caderas, torso y cabeza. Y la dejó en la bañera para que se desangrara
por completo. Le ordenó a Coria que lo esperara y se fue a la farmacia a
comprar amoníaco y bolsas de consorcio. Coria aprovechó para escapar del lugar.
El amigo del asesino llegó a la casa de sus padres y les
contó todo. Casi sin mediar palabras, fueron a la comisaría 27ª a hacer la
denuncia. La jueza envió a una comisión policial para que detuviera al
homicida. Mientras tanto, en su departamento, el destripador charrúa iniciaba
su obra macabra.
Con la precisión de un experto matarife, seccionó el cuerpo
en 12 partes. Separó cada extremidad por la unión, cortando los cartílagos para
poder separarlas y sin quebrar un solo hueso. Luego lavó cada parte para quitar
todo rastro de sangre y las envolvió en pedazos de sábanas empapadas en
amoníaco para tapar el mal olor. Así guardó en bolsas de consorcio el
rompecabezas en el que había convertido a su novia: pensaba tirarlas al río.
“La perfección de los cortes y la limpieza de la habitación
demuestran que el asesino trabajó toda la noche con mucha paciencia”, dictaminaron
los peritos.
El reloj marcaba poco más de las 7, del jueves 18, cuando
Camejo emprendió la salida del edificio. Con él, llevaba las bolsas en las que
transportaba los pedazos del cuerpo de Vanesa. En la puerta fue interceptado
por los dos policías que había enviado la jueza. Con la excusa de buscar su
documento, el asesino subió, dejó las bolsas y volvió a bajar. Los policías,
dudosos de la actitud del patovica, decidieron retenerlo hasta que llegó la
orden de allanamiento. En el departamento, todo estaba ordenado y limpio, como
si nadie hubiera pasado la noche allí. Los uniformados fijaron la vista en las
bolsas que Camejo había dejado en medio del living y decidieron abrirlas. Una
mezcla de sorpresa, asco e indignación se llevaron los policías al descubrir
que adentro de las bolsas se encontraban las doce piezas que formaban el cuerpo
de Vanesa. Junto a la cabeza, el asesino había puesto el documento y el
teléfono celular de la víctima.
El muchacho musculoso fue detenido y trasladado a la unidad 20
del Hospital Borda, donde permaneció hasta que fue condenado a 11 años de
prisión por homicidio simple. La pena fue menos grave que la esperada porque,
para la Justicia argentina, el descuartizamiento no es agravante porque se
comete cuando la víctima está sin vida.
El fallo fue apelado pero en diciembre de 2008 se ratificó
en última instancia. El joven, conocido como “el descuartizador de Balvanera”,
pasa sus días en el penal de Ezeiza a la espera de cumplir su condena para
volver a las calles en un par de años. Mientras tanto, el departamento 22 del
séptimo piso del edificio de Ecuador al 700 guardará el trágico recuerdo de
aquella noche en la que un patovica se convirtió en la versión criolla de Jack
el Destripador.
Le dieron 18 años y cumplio 10
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